18/12/11

UN NACIMIENTO INESPERADO



 
La conocí un día por casualidad, si, esa que no existe pero en la que todos creemos; yo había tenido un día normal, estresante como todos, monótono, con mil lenguajes recorriendo mi memoria a corto plazo, tratando de acomodar todas las frases que había escuchado para darle algún sentido a mi día. Por aquellos tiempos acostumbraba caminar de la escuela a casa, para estirar un poco las piernas y la paciencia;  me gustaba ver a los niños correr despreocupados,  había intentado alargar mi sentido infantil el mayor tiempo posible, pero uno va creciendo y ese espíritu le queda chico a nuestro cuerpo, un día amaneces y no lo encuentras mas, al parecer es tan pequeño que sin querer se desintegra.
Me distraje tratando de adivinar el ritmo al que bailaban el viento y las hojas de un árbol, a lo lejos se escuchaba la frase “oye, oye, permiso por favor, oye”; no estoy seguro porque cuando uno se refugia en sus costumbres es difícil notar que hay un mundo alrededor pero creo que ya habían repetido esa frase tres o cuatro veces antes de percatarme que estaba dirigida a mí, al darme cuenta busqué al emisor de tal frase y ahí fue cuando la casualidad ocurrió, ahí estaba también presente el destino, si antes me encontraba volando en alguna especie de limbo,  buscándole el ritmo al viento; en ese momento me sentí totalmente instalado en el vacío, ningún ruido, ningún pensamiento en mí, casi puedo asegurar que dejé de respirar en ese instante.
No es por presumir pero siempre he tenido novias “guapas” así que su belleza promedio no me sorprendía, la verdad es que no era una súper modelo, pero tenía un encanto especial y sonará extraño pero de alguna forma  en ese mismo instante supe que venía de otro planeta, uno que albergaba en mis temores, esos que te hacen sudar la nuca, esos que sabes que tendrás que enfrentar tarde o temprano, esos que son dolorosamente tentadores. Venía de otros tiempos, de la infancia feliz que nunca viví, bastaba con ver su sonrisa para saberlo;  en ella describía en  un solo instante juegos en el jardín con sus amigos, cumpleaños llenos de magia y colores y hasta la tranquila llegada de la pubertad, liviana, resignada.
Como podrán predecir no tardé en acercarme, ese día en el parque hice todo lo posible para que no me olvidara, obviamente  a ella le extraño en primera instancia que un tipo al que solo le había pedido que se moviera para poder continuar una partida de beisbol con sus amigas insistiera tanto en entablar una charla con ella; a mí no me importó cuan raro pudiese parecer, sabía que esta era la oportunidad, esa que pocas veces creí que existiría.
Caminé por el mismo tramo del parque los días siguientes, tardé en encontrarla de nuevo, cuando mis esperanzas estaban a punto de desaparecer la vi de nuevo, lo había logrado, esa segunda vez ella me había reconocido como el tipo insistente de tardes atrás, así que no fue difícil establecer un acercamiento y como todo lo que tiene sentido en esta vida: pasó, pasó lo que tenía que pasar, lo que era inevitable, lo que mi madre llamaría “un hecho escrito en el libro de la vida”.
Los seres humanos somos simples, realizamos ciclos y eso fue lo que ella y yo hicimos, como en  ocasiones pasadas conocimos a alguien que llenara de  complicada alegría nuestros días, cumplimos con el ritual establecido: salir, charlar un par de veces de cosas disimuladamente intimas; contarnos secretos, no los mayores,  solo esos que le hacen pensar al otro que nos hemos entregado completamente; dejar salir un poco ese bebé al que le gusta ser consentido, es un absurdo pero es lo que más le gusta a las parejas; hacer el amor como si fuera la primera vez, vivir todas las incomodidades de conocer un cuerpo nuevo, con diferentes formas a las que estamos acostumbrados y finalmente crear la esperanza de un para siempre, desear con todas tus fuerzas que eso no acabe aunque sin darnos cuenta estemos haciendo todo lo posible para que eso suceda.
Recuerdo una tarde en la que estábamos tirados en la alfombra de su departamento, nos gustaba hacer el amor en la sala, de las habitaciones en su casa esa era la que mayor iluminación tenía; había un enorme ventanal que daba a la calle y la luz del sol otorgaba un toque especial a las formas de nuestros cuerpos desnudos. Ella había establecido tácitamente la regla de mirarnos a los ojos después de hacer el amor,  al principio me había resistido, siempre me ha hecho sentir incomodo una mirada fija en  mi persona, pero con el tiempo lo encontré entretenido y lo concebí como una forma romántica para  memorizar su rostro; esa tarde había llegado sin querer a una conjetura: en sus enormes ojos cabía perfectamente nuestro pequeño y singular paraíso. Nunca en el lapso de tiempo que había compartido mi absurda existencia con ella me había dado cuenta de tal cosa; sabía que ella le había otorgado esa chispa a mi vida que se había apagado el día que murió mi padre, sabía también que desde el primer momento en que la vi una extraña certeza de que ella existía para mí me invadió; hasta había decidido bautizar a su vientre como refugio de mis penas; pero nunca había entendido que en sus ojos se encontraba nuestro equilibrio; una fuerza inimaginable e incontrolable me invadió y por más que haya secretamente intentado resistirme , las lagrimas brotaron de mis ojos y entonces supe que esa tácita regla había logrado su cometido.
Nos casamos en un tiempo relativamente corto, al cabo de un año de conocernos; digo relativamente porque en realidad nos pareció el momento exacto, suficiente para conocernos lo poco que podríamos hacerlo jamás y no demasiado como para caer en la monotonía y la extinción del enamoramiento. Nos funcionó la treta y los siete meses que siguieron vivimos un idilio, hasta que se le ocurrió la terrible idea de ser madre; no lo digo con el hastío de cualquier hombre o con los celos infantiles que solemos tener; fue horrible porque cuando algo que se supone debe ser espontaneo se convierte en forzado, la magia del suceso se transforma en una pesada carga que arrastras hasta en sueños. Durante dos meses tuvimos sexo mecánicamente, con las ganas llenas de compromiso y responsabilidad y tal vez esa era la razón para que ella no quedara embarazada, mucho tiempo después pensé que lo que ocurrió fue que no hicimos el amor ni una sola vez, y como traer al mundo al fruto de nuestro amor si al crearlo no había una pizca de el.
Dos meses más tarde comenzamos a pelear, a culparnos secretamente por la infertilidad en nuestra relación y sobra decir que yo no me refería precisamente a tener un hijo.  Una cosa lleva a otra y las mujeres nunca pueden guardar sus problemas para sí mismas o para su pareja; la amiga de una amiga le recomendó hacerse un tratamiento, de esos carísimos y a mi parecer inútiles; pero estaba arto de cargar con el bulto de la insatisfacción en nuestra relación así que acepté.
Yo en realidad es que nunca pensé en tener hijos, sabía que era malo para muchas cosas porque las había vivido y fracasado en el intento, aunque nunca hubiese tenido un hijo sabía que fracasaría en eso también, era muy egoísta; y en este caso, no sabía cómo manejar la ira de compartir el aire que ella me daba, compartir su cuerpo, sus noches y sus miradas. Esta mal pero aun cuando la extraño, me enojo con aquel que nunca fue creado, le culpo por habérmela quitado.
El dichoso tratamiento iniciaba como todos, con estudios hasta de la uña del dedo mas chiquito del pie. Cuando el doctor tuvo los resultados nos citó en su consultorio, recuerdo que esa mañana tuvimos una pelea porque yo había tenido que salir temprano del trabajo, era mi primer empleo y me sentía comprometido a hacerlo bien  para que mi suerte siguiera en trabajos futuros; pedir permiso para eso no era precisamente mi idea de ausencia justificada; la pelea de esa mañana fue porque ambos sabíamos que todo eso solo le importaba a ella.
Con el enojo como sabor de boca nos encontramos con el doctor, no es fácil intuir malas noticias en los rostros de los médicos, siempre tienen ese gesto de seriedad inamovible, así que a primera vista no tuve idea de la noticia que estaba  punto de cambiar nuestras vidas: no solo no íbamos a ser padres, al cambiar nuestras metas también había cambiado nuestro destino sin darse cuenta. El cáncer en su matriz se había extendido y una paradoja vivencial se presentaba sin previo aviso,  intenté acariciar su mano pero al sentir su piel y no encontrar en ella el calor reconfortante de siempre preferí alejarme; sus ojos perdieron expresión alguna, habían creado una barrera instantáneamente, no pude entrar en ella a través de su mirada.
Nunca he entendido por qué esa fuerza superior juega con nosotros, o tal vez es que le debemos algo, pero ¿cómo tener conciencia de la cuenta que estamos a punto de pagar? Ese día yo volví a mi infancia gris, pero esta vez no tenía un regazo femenino en que pudiera desahogar mis penas, ese día supe que todo había terminado; por su parte, ella, ese día murió a través de sus entrañas; lo había conseguido, sin dudarlo era un nacimiento, aunque en este caso, era el nacimiento de eso, su muerte.

Orquídea.

5/11/11

Mi cielo en tu infierno.

Silvia es bajita y blanca, a simple vista se le percibe como un manojo de inseguridades, Silvia es timidez andante. Es de esas personas que si pudieran pedirían permiso para respirar. Esa constante manía de esconderse en si misma provoca  un toque de misterio y ese misterio es atracción para los que la rodean. Silvia es la persona perfecta para ser descubierta, para aquellos a los que les gustan los acertijos andantes.
Mariana es profundamente hermosa, profundamente porque su mayor belleza radica en su humildad, en su bondad, una bondad increíble en estos tiempos, en estos días en que la humanidad agoniza. A veces a esa belleza se le antoja salir de las profundidades y comienza a escapársele por los poros de la piel, y le otorga un brillo hipnotizante, ese brillo es el que le ha impedido a Silvia alejarse de ella.
Silvia creció en una familia profundamente católica, tan profundamente como la belleza de Mariana, por consecuencia Silvia no solo se siente culpable sino totalmente condenada al infierno cada vez que le hace el amor a la réplica humana de la Virgen María.
Silvia y Mariana se conocieron hace 10 meses y hace 9 y 2 semanas y media que están juntas, tan juntas como los ojos en el rostro de cualquier persona, y así se sienten, los ojos la una de la otra, se cuidan el camino, se muestran las bellezas del mundo.
A Mariana no le importa ir al infierno, extrañamente su belleza es directamente proporcional a su inteligencia y desde siempre es aberrantemente atea. A veces piensa en como será, las únicas imágenes que tiene de un lugar así involucran colores cálidos, sudor, algunas llamas y algún personaje grotesco.
Esta tarde Mariana solo ha pensado en eso, mientras espera a Silvia, insistió en ver a sus padres, hacía tiempo que ellos le habían dado la espalda, Silvia buscaba por ultima vez su salvación. Mariana  llega a la conclusión de que si Silvia llegase al cielo, eso significaría automáticamente que ella sintiese lo que en realidad es el infierno.
Silvia por fin aparece, sale de aquella casa con los muros sucios de apariencias, Mariana se levanta de la banqueta, siente un pequeño dolor en las piernas, ha estado un par de horas en la misma posición pero no le da  importancia, observa las lágrimas que lentamente  cubren el rostro de Silvia. Por primera vez en su vida Mariana se dice en su interior “No quiero ir al infierno”
Silvia cruza la acera, desde el momento en que salió de aquella casa tenebrosamente obscura la luminosidad que habita en Mariana la invadió, Silvia sentía que le iba a explotar la cabeza, se había quedado sola dos segundos atrás, sus padres se lo advirtieron por última vez, cruzar esa puerta significaba la bienvenida a la inexistencia.
Silvia y Mariana se abrazan con una caricia, uno nunca imagina cuan fuerte puede ser el apoyo que radica en las palmas de las manos, se pierden en ellas, luego vienen las miradas profundas, las visiones futuras.
Saben perfectamente que lograran lo inimaginable, unir al cielo y al infierno.
Orquidea.

12/10/11

Era la primera vez que Edith le llamaba después de lo sucedido, al escuchar su voz, las manos le temblaron, estuvo a punto de dejar caer el teléfono,  sintió como las lágrimas le inundaban los ojos.
Edith repetía su nombre, ella no podía contestar, no había más voz en su garganta.
Al dejar de escuchar la voz al otro lado de la línea, guardo el teléfono y lentamente se arrodilló en el pasto. Por un momento intentó fingir que se había equivocado, esa no era la voz de Edith, podía haber sido cualquier otra persona… en realidad estaba segura que era ella, llevaba su voz grabada en la mente como se lleva el nombre propio o la edad o el nombre de los padres, como esas respuestas que están en tu cabeza decididas a salir en automático, ¿Cuántos pies tienes?-- DOS!
Había pasado mucho tiempo, pensaba que jamás volvería a saber de ella, el rostro de Edith comenzó a dibujarse en su memoria, era increíblemente bella, su mirada era tan luminosa, su rostro tenía un lenguaje propio, único, un lenguaje que solo algunos tenían el placer de conocer, y afortunada o desafortunadamente ella tenía ese placer.
Quien le habría dado el teléfono, había cortado relación con todos los que las conocieran a ambas, no era que ella se hubiera alejado,  la vida la había aislado sin saber por qué o al menos eso era lo que se había hecho creer desde hace un tiempo, se había convencido de eso.
Comenzó a descartar nombres, imposible que fuese su madre, la detestaba, recordaba perfecto aquella vez que la llevó a casa, su madre le dijo que no era un día propicio para visitas, Edith pidió disculpas, no quería incomodar, salieron a la calle y sin decir nada Edith le dio un abrazo y después usó esa sonrisa, su rostro le decía que todo estaría bien, se verían al día siguiente como siempre, como si nada, la quería;  no habría sido su hermano,  estaba muy ocupado torturando obreros y sacándole jugo al par de ideas capitalistas a las que cambiada de nombre según su estrategia; imposible imaginarse cómo habría regresado a ella después de tanto tiempo, aunque en realidad lo había estado esperando, cada noche cuando el rostro de Edith amenazaba con llegar a su mente ella comenzaba a mirar una revista, cantar, o cualquier estupidez que le hiciera distraerse de esa imagen. Había aprendido a  convencerse de haberlo olvidado todo, era como su amnesia voluntaria.
Que puertas habría tenido que tocar par a conseguir el número, cuantas se le habrían cerrado al instante de reconocerla.
Secó las lágrimas de su rostro y tomó el teléfono, ese pequeño aparato que estaba a punto de entregarle enorme vivencias;  con las manos temblando casi al punto de dejar caer el artefacto marcó el número, esa última llamada se convertiría en la primera.
Una voz temblorosa le contestó con un toque de alegría…
-Bueno?
-Edith?
-Si! …Pensé que no lo harías.
-¿Por qué tardaste tanto?



Orquidea.

30/7/11

PERDER O PERDER

La taza de café permanecía inmóvil frente a ellos, aquella que hace meses había sido cómplice muda de su amor jugueteando entre sus dedos.

Ella tenía los ojos llenos de dudas cristalinas, él apretaba los labios para retener el desconcierto.

Las voces al rededor de ellos danzaban de arriba a abajo, burlonas de aquella pulcritud silenciosa que sin querer se había convertido en su uniforme de guerra.

Ella colocó los dedos alrededor de la taza, acariciando la esperanza de aquel tierno ritual, pero no llegó y ella no tenía más tiempo para esperar y mucho menos para reconstruir la ilusión, la costumbre, el ritual mismo.

Él miraba a través de la ventana, buscando respuestas en los edificios, en los autos, en la gente, en cualquiera que no fuese el,  ni ella, en cualquiera que no estuviera lleno de dudas, de miedo,  de desesperación, de responsabilidad; esperaba encontrar la respuesta al otro lado del cristal como algún día la había encontrado en los ojos de ella, al otro lado de su realidad, porque de eso era de lo que quería escapar, de la realidad que había dejado de jugar a las escondidas con ellos, que hoy los miraba retadora, aplastante.

Ella cerró los ojos, no podía estar más ahí, no podía seguir mirándolo así, sin encontrar refugio en él, no podía seguir enfrentándose a ella misma, quería cerrar los ojos e internarse en esa obscuridad, quería olvidar todas las palabras que estuvieron en su mente los últimos días, olvidar lo que había escuchado, lo que había dudado, olvidar que tenía que decidir, cómo hacerlo, cómo elegir entre perder o perder; al abrirlos, las lagrimas rodaron lentamente, como lento había sido el tiempo desde que le habían dado la noticia, lento y pesado, era una carga inmensa de la que sabía que nunca se podría deshacer, aun cuando finalmente tomara una decisión, esa pesadez permanecería en ella.

Por fin él pudo articular palabra, había decidido qué se tenía que hacer, sin importar cuánto les doliera, “es lo mejor para todos” repetía una y otra vez, acrecentando las lagrimas de ella, que no podía creer que estaba escuchando esa respuesta, creía que no le importaba, ni ella ni esa pequeña muestra de amor que de ellos había surgido, no podía creer la frialdad con la que decía esas palabras que le congelaban el alma.

Él, molesto de no poder expresar la desesperación que sentía, el dolor, la desazón seguía firme en su decisión, no quería verla llorar más a cuenta gotas, no lo podría soportar siempre, él se estaba desmoronando también, no sabía cuánto aguantaría para ayudarla, tampoco cuanto tiempo le sobraba antes de rendirse, de quedarse como muchas veces lo había imaginado, tirado a mitad de la nada, sin querer ni poder moverse, muerto en vida; no supo qué más decir y se levantó para abrazarla, inclinado a su lado con los ojos a punto de estallar en lagrimas también, le dijo que le encantaría que las cosas fueran diferentes, mirar hacia un futuro y encontrarse los tres, sonrientes, juntos, felices, pero no podía, su realidad era esta y tendrían que enfrentarlo, en estos momentos su futuro se reducía a dos y eso ninguno de los dos podría cambiarlo.

Ella se negó, pero como desde el primer momento en su interior la lucha entre ambas respuestas prevalecía, si decía sí,  le decía adiós a un fascinante sueño que desde siempre le había causado el mayor miedo e ilusión; si decía no estaba segura que con el paso del tiempo no sólo perdería ese sueño, también perdería el amor de quien le había ayudado a concebirlo. Se abrazó a él refugiándose en su cuello, dejando perder las lagrimas entre su cabello, aun no sabía qué hacer, lo entendía, pero no podía rendirse así sin más.

Tenían que irse, había llegado el momento, él la tomó de la mano, ella se levantó temblándole las piernas, caminaron juntos, temerosos, al subir las escaleras alargaron lo más que pudieron el tiempo entre escalda y escalada, cuando estuvieron frente al pasillo les pareció enorme, voraz; él posó su mano en el hombro de ella, abrazándola por la espalda, ella recargó su cabeza en el hombro de él, dejando descansar un poco el miedo.

La puerta de la habitación estaba entreabierta, entraron lentamente, con las lagrimas contenidas, el doctor de pie junto a la cama los recibió con un rostro  carente de expresividad, ella no entendía si era porque comprendía su sufrimiento o porque le importaba poco, después de todo él vivía momentos como ese a diario tal vez, qué más le daba que ellos se encontraran en un torbellino inimaginable de dolor.

Y allí estaba el pequeño, postrado en esa cama que a ella le parecía enorme, conectado a mil tubos y cables, inerte; era ridículo como no podía imaginarse su risa, o sus ojos, era impresionante como en cuestión de unos cuantos meses se había desvanecido cada uno de sus movimientos, de los gestos que apenas comenzaba a conocer, del llanto que apenas comenzaba a identificar. El pequeño había caído en coma tres meses después de nacer, ahora estaba en esa cama, viviendo sin vivir, artificialmente, decreciendo, alimentando la esperanza desgarradora en sus padres. Dos días atrás el doctor les comunicó que el cuerpo del pequeño se estaba deteriorando en demasía, a pesar de las operaciones que le habían realizado y los cuidados que ella le daba no se podía hacer más; les aconsejaba desconectarlo, pero finalmente era su decisión, dijo. Y con tal noticia, ellos habían entrado en ese círculo de dudas y riñas internas y externas, hoy tenían que dar una respuesta, dejarlo ir agradeciendo el diminuto momento de alegría que algún día sintieron por la emoción de ser padres, o negarse a desconectarlo y acoplarse al sufrimiento diario, pero de igual forma a la satisfacción de saber que a pesar de todo, ellos podrían seguir demostrándole que le amaban, acariciando su manita, contándole cuentos con la esperanza de que los escucharía en ese silencioso sueño.

El médico fue el primero en romper el silencio, necesitaba saber qué decisión había tomado.

Él la miró y con un lento movimiento estrechó su mano, ella lo sintió como si la abrazara tan fuerte como cuando supieron la noticia; se miraron a los ojos inundados y en la limpieza que las lagrimas habían dejado en ellos reconocieron la respuesta, estaban de acuerdo, sabían que juntos lo lograrían.



 
Orquidea.

8/5/11

MORIR Y REVIVIR

El columpio se detuvo lentamente, Lorena pensaba que había sido la mirada de aquel hombre la que lo había detenido, la misma que ahora la hacía temblar y permanecer inmóvil al mismo tiempo.

El hombre se acercó sin gesto alguno en el rostro, Lorena escuchó su voz, la reconoció, aun antes de que el pronunciara una palabra, era sencillo, la tenia grabada en lo más profundo de su dolor. Esperó a que Él le indicara que hacer, se levantó, tratando de borrar la obscuridad en su mente, tratando de calmar el torbellino de voces, imágenes e ideas que rondaban su cabeza. Cuando le tomó la mano, luchó con todas su fuerzas contra ella misma para  no salir corriendo, sabía que era peor, resistió esa horrible sensación de angustia que tenia inicio ahora en su mano. Respiró profundo, con la mirada fija en un futuro cargado de pasado, a paso lento, esperando que el tiempo nunca la alcanzara.

Reconoció cada uno de los movimientos que Él hacía, no era necesario ya asignar orden alguna,  ambos sabían que era inútil, ambos sabían cuál era su papel y los riesgos que correrían de no seguirlos  al pie de la letra. Al llegar al auto, inconscientemente, Ella misma abrió la portezuela, se colocó el cinturón, tal vez solo como fresca costumbre y esperó a que Él subiera al auto.

Lorena solo pensaba en su madre, en la culpa que le entregaría de nueva vuelta, en su padre y la impotencia que como hombre y responsable de sus mujeres (así era como el abuelo se lo había enseñando) sentiría. Había dejado de temblar, ya no sentía miedo, quedaba solo una extraña sensación de desilusión propia, ¿por qué lo permitió de nuevo, por qué  no corrió, por qué no lo enfrentó? ¿Por qué permitió que le robaran la seguridad en dos segundos, esa que había tardado 5 años en recuperar? Tantas tardes de lágrimas, de consuelo de sus familiares, y uno que otro amigo que aun la recordaba, tanta ira arrancada del pecho en forma de palabras y a veces de gritos; y finalmente tanta satisfacción, tranquilidad, se transformaban en nada ¿Donde estaba la fe que había recuperado, donde estaba la seguridad que la hacía levantarse cada mañana?

El camino era el mismo, por un momento consideró una burla que ni siquiera hubieran cambiado de guarida. Al entrar al cuarto de castigo, Lorena se encontró con 3 chicas mas, una de su edad y las otras dos que le hacían rebobinar la cinta, tenían la misma edad que ella cuando llego a esa casa, tenían la misma mirada aterrorizada, las lágrimas imparables, el mismo temblor en los labios que en secreto piden a gritos que les salven.

Hizo lo único que años atrás hubiera deseado que alguien hiciera por ella, las abrazó, y con la voz más tranquila posible les dijo "Hoy su vida cambiará para siempre, pero no deben temer, he aprendido que podemos morir y revivir cuantas veces sea necesario".

Orquidea.

27/3/11

PENELOPE EN ESPERA

 Penélope enciende otro cigarro, hacía tiempo que se había decidido a dejar de fumar, después de un tiempo de desesperación debida a la abstinencia concluyó que si de todas formas su vida se consumía a cada segundo, por que no aplicarle un placebo que lo tornara menos insoportable. Llevaba 3 horas sentada en aquella banca, el parque estaba casi desierto, al principio el tiempo transcurrió con disimulo mientras ella disfrutaba de las sonrisas de aquellas criaturas libres de razón, de esa razón a la que con los años te enseñan a atarte, aquella que te otorga la culpa, la desazón, el dolor, la decepción, pensaba que los niños sonríen con el alma porque no conocen ninguno de estos sentimientos, no tienen razón y es gracias a eso que realmente saben vivir; a medida que los niños iban desapareciendo el tiempo comenzaba a ser engorroso, así que Penélope dio un par de vueltas al parque para finalmente volver a la misma banca que le había hecho compañía ese par de horas atrás, para esperar una mas mordisqueándose las uñas y consumiéndose la vida en tabaco.

Sabía que no debía esperar más, no porque no quisiera, o pudiera, pero no debía, de la misma forma en que no debió haberle entregado sus esperanzas en una sonrisa aquel primer día en el teatro, así como no debió haberle regalado sus miedos aquella tarde lluviosa, muy probablemente así como no debió haberle entregado su esencia aquella noche en que se dejo convencer por el tintineo de las estrellas de que ese paisaje los acompañaría cada noche al hacer el amor. No debía esperarlo, ella lo sabía, lo supo siempre, este día, en esta banca lo tenía completamente seguro, pero cada músculo de su cuerpo había entrado en cese total de movimientos, no la escuchaban, aunque ella quisiera irse no podía, estaba atada a esa banca, a esa espera, a ese hombre del que solo recibía tiempo, tiempo vacío, olvidado, tiempo muerto.

La fricción del viento en su espalda le cortó a fuerza los amarres, lo había esperado 5 horas, tenia entumidas las piernas, y fracturada el alma. Caminó despacio una vez más alrededor del parque, la enamorada ilusa en su interior creía que él estaría esperándola en otra banca, tal vez en alguna no muy lejana, tal vez por alguna mofa del destino él la habría esperado tantas horas también, y al descubrirlo todo quedaría en una interminable carcajada que con los años serviría como anécdota amorosa a sus conocidos y familiares como quien relata su primer caída en bicicleta.

Finalmente aceptó haber sobrepasado los límites de su patetismo y camino a casa, al enfrentar la puerta de entrada se detuvo un momento a mirar  la chapa, dudó unos segundos si dejarla intacta para salir corriendo a encontrar otra chapa, otra casa, otra vida, una menos vacía. Al abrir la puerta inmediatamente sintió el hastío de la inmensa soledad que albergaba su casa vacía, siempre había soñado que alguien la esperaría casi detrás de la puerta con una sonrisa esperanzadora en el rostro, que habría alguien que había estado esperando todo el día para que ella le contara los problemas del trabajo, lo gracioso del hombre que había chocado con ella en el cruce de alguna calle, alguien que la abrazara en aquellos días en los que solo necesitaba sentir un escudo de brazos que la salvara del mundo. Ulises no era ese alguien, nunca lo había sido, en los 2 años que habían estado juntos a él nunca le había importado si ella se sentía bien en su trabajo, que había soñado la noche anterior, ni siquiera le interesaba saber si sentía algún deseo oculto por aquel chico que le entregaba el correo junto con una sonrisa cada mañana, no, a Ulises no le interesarían esas pequeñeces, él estaba seguro, y ella se había encargado de que así fuera, de que Penélope no necesitaba a otro hombre que no fuera él, que su felicidad radicaba en percibir su aliento una vez al día, ese aliento que metamorfoseado en oxigeno le permitía continuar, aunque el jefe la atosigara con contratos, aunque le dolieran los pies de tanto caminar, incluso aunque ese aliento la hiciera sentir cada vez mas lejos de Ulises, le bastaba para continuar.

Se tumbo en el sillón con la mirada perdida en la lámpara, que poco podía iluminar a veces, sobre todo en momentos como este en que se sentía tan sombría, tan oscura y apagada, estiro las piernas tratando de estirar el sentimiento, tenía una ganas enormes de soltarse a llorar, no podía, tenía el dolor tan pegado al alma que no podía sacarlo, prefirió cerrar los ojos, intentando con esta intromisión propia encontrar el escondite a tanta estupidez amorosa, odiaba saberse sensata porque entonces no tenía justificación para su irracional actuación los últimos dos años, odiaba haberse burlado tantas veces de las mujeres frágiles que pierden su identidad para adoptar la de su indiferente amante. Odiaba haberse defraudado a ella misma.

El timbre suena y ella solo siente la pesadez de su ojos, le encantaría tenerlos sellados, le encantaría ser sorda o hasta invisible, ¿por qué?, ¿por qué si le costó tanto trabajo encontrar resignación a su delirante infortunio, Ulises aparece triunfante al otro lado de la puerta, seguramente con alguna excusa inverosímil pero sagaz que le otorgaría el pase de entrada a la vacia vida de Penélope? ¿Por qué no se quedo con su triunfante cinismo de verdugo y la dejo abandonada a su depresión?

El timbre suena por cuarta ocasión, secundado de la voz firme y segura de Ulises que le exige se deje de niñerías y le abra la puerta. Cual pequeña regañada, Penélope se levanta del sillón colgando los brazos a los costados del cuerpo como si cargaran en peso la desazón que la invade en su interior.

Al abrir la puerta lo único que puede ver son los ojos de Ulises, esos ojos que ahora trataban de seducirla con un reflejo floral en las pupilas, eran los mismos cuya ausencia horas antes la había golpeado hasta dejarla en el piso.

Ulises no pronunció una palabra, no necesitaba disculparse, no era necesario, Penélope no podía escapar de su mirada y él lo sabía, a fuerza de habito había entendido que su mirada era el bumerán que él necesitaba para traerla de vuelta.

Penélope permaneció en silencio, tenía que decidir entre ser presa voluntaria de esa mirada falaz, o vetarla de sus utopías.

Orquidea.

29/1/11

LIGERO COMO LA SANGRE

Un dolor incesante en la nuca lo obliga a abrir los ojos, entreabre primero el párpado izquierdo, lentamente vuelve a cerrarlo, la lastimosa luminosidad logra aterrizarlo en la misma realidad de la que había querido escapar horas antes; el dolor penetra sus pensamientos, si bien no entiende lo que había pasado, el maldito e incesante dolor no le permite interesarse en tratar de esclarecerlo. Vuelve a levantar el párpado como intentando no hacer ruido, esta vez seguido del derecho ansioso de alcanzar a su compañero, la luz le produce una ceguera instantánea, intenta girar la cabeza, no lo consigue, tiene el cuello entumecido, derrotado en una pelea no combatida permanece en la misma posición, con el cuerpo de bruces al suelo y la cabeza girada hacia ella, solo se permite el afán de colocar las manos a la altura de su pecho para conseguir un poco de apoyo, se miente creyendo que así controlará su cuerpo en el momento en que lo desee.

Aquella mañana había sentido la misma incompetencia corporal al despertar en su cama mirando al techo, el mismo techo que le había dado los malos días los últimos tres meses desde su partida, el mismo techo que se desmorona lentamente igual que su vida; tenía que levantarse, se ducharía como siempre deseando que el agua se llevara las impurezas de su alma, tallandose la tristeza, enjuagándose el dolor, al no conseguirlo no tendría mas que prepararse para salir a trabajar, esa inagotable penitencia que le permitía proveer una mayor, la vida. Como todas las mañanas se rodeó de gente que agonizaba igual que él, tropezándose unos con otros, renuentes a mirarse en el espejo de su critica, falseando alegrías y logros ambicionados.

Al llegar al edificio de oficinas se topó con ella en la entrada al elevador, esbozo una sonrisa, era la única expresión sincera que se conocía a si mismo, ella torció la boca como correspondiendo al gesto con similitud y giro la mirada, ¿por qué ella no había logrado entender que esa sonrisa era lo más valioso que podían entregarle?, ¿por qué ella no había querido resguardarla, abrigarla en lo más profundo de su ser como él había hecho con todas y cada una de las miradas centelleantes que ella sin querer le había entregado?. Salio del elevador con la respuesta extraviada en el pasado, la buscó con la mirada y al encontrarla solo alcanzo a decirle adiós con un suspiro.

La observa tirada a su lado, a unos cuantos centímetros de él, como aquellas tardes en las que las palabras se les agotaban y se permitían entregarse la verdad desnudos, uno frente al otro, acariciándose a través de sus miradas, intentando robarse la memoria, dibujandose uno al otro en un futuro ilegible.

Se pregunta cual habrá sido su último pensamiento, quien habrá estado en el, a quien habrá pertenecido la última imagen de su mente, el último latido de su corazón; intentando encontrar la respuesta en su mirada perdida se da cuenta de que no es posible que exista otra así, en ninguna mujer, en ningún sitio, esos ojos podían estremecerlo hasta lo mas profundo con tan solo posarse en él, de la misma forma podían transportarlo al mayor de los pánicos cuando ahogaban su brillo. Esos ojos le habían pertenecido aun mas que su misma portadora, cuando no podía creer mas en ella, bastaba con mirar su ojos para volver a posar su fe mas valiosa en su regazo. Esos ojos que ahora no encontraban dirección alguna eran los que lo tenían hoy en el piso, con ese deseo vehemente de perderse en el mismo rumbo que ellos.

El hilo de sangre comienza a rozarle la mano, lo disfruta, intenta capturar esa sensación como una suave caricia, como un sensible gesto.Inhala pausada, lenta, profundamente, se aprehende a esa esencia sanguinolenta y la deja volar y se siente ligero como ella, cierra los ojos, sonríe, vuelve a abrirlos, esta vez la luz no lo lastima, no hay mas realidad.

ORQUIDEA