La conocí un día por casualidad, si, esa que no existe pero en la que todos creemos; yo había tenido un día normal, estresante como todos, monótono, con mil lenguajes recorriendo mi memoria a corto plazo, tratando de acomodar todas las frases que había escuchado para darle algún sentido a mi día. Por aquellos tiempos acostumbraba caminar de la escuela a casa, para estirar un poco las piernas y la paciencia; me gustaba ver a los niños correr despreocupados, había intentado alargar mi sentido infantil el mayor tiempo posible, pero uno va creciendo y ese espíritu le queda chico a nuestro cuerpo, un día amaneces y no lo encuentras mas, al parecer es tan pequeño que sin querer se desintegra.
Me distraje tratando de adivinar el ritmo al que bailaban el viento y las hojas de un árbol, a lo lejos se escuchaba la frase “oye, oye, permiso por favor, oye”; no estoy seguro porque cuando uno se refugia en sus costumbres es difícil notar que hay un mundo alrededor pero creo que ya habían repetido esa frase tres o cuatro veces antes de percatarme que estaba dirigida a mí, al darme cuenta busqué al emisor de tal frase y ahí fue cuando la casualidad ocurrió, ahí estaba también presente el destino, si antes me encontraba volando en alguna especie de limbo, buscándole el ritmo al viento; en ese momento me sentí totalmente instalado en el vacío, ningún ruido, ningún pensamiento en mí, casi puedo asegurar que dejé de respirar en ese instante.
No es por presumir pero siempre he tenido novias “guapas” así que su belleza promedio no me sorprendía, la verdad es que no era una súper modelo, pero tenía un encanto especial y sonará extraño pero de alguna forma en ese mismo instante supe que venía de otro planeta, uno que albergaba en mis temores, esos que te hacen sudar la nuca, esos que sabes que tendrás que enfrentar tarde o temprano, esos que son dolorosamente tentadores. Venía de otros tiempos, de la infancia feliz que nunca viví, bastaba con ver su sonrisa para saberlo; en ella describía en un solo instante juegos en el jardín con sus amigos, cumpleaños llenos de magia y colores y hasta la tranquila llegada de la pubertad, liviana, resignada.
Como podrán predecir no tardé en acercarme, ese día en el parque hice todo lo posible para que no me olvidara, obviamente a ella le extraño en primera instancia que un tipo al que solo le había pedido que se moviera para poder continuar una partida de beisbol con sus amigas insistiera tanto en entablar una charla con ella; a mí no me importó cuan raro pudiese parecer, sabía que esta era la oportunidad, esa que pocas veces creí que existiría.
Caminé por el mismo tramo del parque los días siguientes, tardé en encontrarla de nuevo, cuando mis esperanzas estaban a punto de desaparecer la vi de nuevo, lo había logrado, esa segunda vez ella me había reconocido como el tipo insistente de tardes atrás, así que no fue difícil establecer un acercamiento y como todo lo que tiene sentido en esta vida: pasó, pasó lo que tenía que pasar, lo que era inevitable, lo que mi madre llamaría “un hecho escrito en el libro de la vida”.
Los seres humanos somos simples, realizamos ciclos y eso fue lo que ella y yo hicimos, como en ocasiones pasadas conocimos a alguien que llenara de complicada alegría nuestros días, cumplimos con el ritual establecido: salir, charlar un par de veces de cosas disimuladamente intimas; contarnos secretos, no los mayores, solo esos que le hacen pensar al otro que nos hemos entregado completamente; dejar salir un poco ese bebé al que le gusta ser consentido, es un absurdo pero es lo que más le gusta a las parejas; hacer el amor como si fuera la primera vez, vivir todas las incomodidades de conocer un cuerpo nuevo, con diferentes formas a las que estamos acostumbrados y finalmente crear la esperanza de un para siempre, desear con todas tus fuerzas que eso no acabe aunque sin darnos cuenta estemos haciendo todo lo posible para que eso suceda.
Recuerdo una tarde en la que estábamos tirados en la alfombra de su departamento, nos gustaba hacer el amor en la sala, de las habitaciones en su casa esa era la que mayor iluminación tenía; había un enorme ventanal que daba a la calle y la luz del sol otorgaba un toque especial a las formas de nuestros cuerpos desnudos. Ella había establecido tácitamente la regla de mirarnos a los ojos después de hacer el amor, al principio me había resistido, siempre me ha hecho sentir incomodo una mirada fija en mi persona, pero con el tiempo lo encontré entretenido y lo concebí como una forma romántica para memorizar su rostro; esa tarde había llegado sin querer a una conjetura: e
Nos casamos en un tiempo relativamente corto, al cabo de un año de conocernos; digo relativamente porque en realidad nos pareció el momento exacto, suficiente para conocernos lo poco que podríamos hacerlo jamás y no demasiado como para caer en la monotonía y la extinción del enamoramiento. Nos funcionó la treta y los siete meses que siguieron vivimos un idilio, hasta que se le ocurrió la terrible idea de ser madre; no lo digo con el hastío de cualquier hombre o con los celos infantiles que solemos tener; fue horrible porque cuando algo que se supone debe ser espontaneo se convierte en forzado, la magia del suceso se transforma en una pesada carga que arrastras hasta en sueños. Durante dos meses tuvimos sexo mecánicamente, con las ganas llenas de compromiso y responsabilidad y tal vez esa era la razón para que ella no quedara embarazada, mucho tiempo después pensé que lo que ocurrió fue que no hicimos el amor ni una sola vez, y como traer al mundo al fruto de nuestro amor si al crearlo no había una pizca de el.
Orquídea.