18/12/11

UN NACIMIENTO INESPERADO



 
La conocí un día por casualidad, si, esa que no existe pero en la que todos creemos; yo había tenido un día normal, estresante como todos, monótono, con mil lenguajes recorriendo mi memoria a corto plazo, tratando de acomodar todas las frases que había escuchado para darle algún sentido a mi día. Por aquellos tiempos acostumbraba caminar de la escuela a casa, para estirar un poco las piernas y la paciencia;  me gustaba ver a los niños correr despreocupados,  había intentado alargar mi sentido infantil el mayor tiempo posible, pero uno va creciendo y ese espíritu le queda chico a nuestro cuerpo, un día amaneces y no lo encuentras mas, al parecer es tan pequeño que sin querer se desintegra.
Me distraje tratando de adivinar el ritmo al que bailaban el viento y las hojas de un árbol, a lo lejos se escuchaba la frase “oye, oye, permiso por favor, oye”; no estoy seguro porque cuando uno se refugia en sus costumbres es difícil notar que hay un mundo alrededor pero creo que ya habían repetido esa frase tres o cuatro veces antes de percatarme que estaba dirigida a mí, al darme cuenta busqué al emisor de tal frase y ahí fue cuando la casualidad ocurrió, ahí estaba también presente el destino, si antes me encontraba volando en alguna especie de limbo,  buscándole el ritmo al viento; en ese momento me sentí totalmente instalado en el vacío, ningún ruido, ningún pensamiento en mí, casi puedo asegurar que dejé de respirar en ese instante.
No es por presumir pero siempre he tenido novias “guapas” así que su belleza promedio no me sorprendía, la verdad es que no era una súper modelo, pero tenía un encanto especial y sonará extraño pero de alguna forma  en ese mismo instante supe que venía de otro planeta, uno que albergaba en mis temores, esos que te hacen sudar la nuca, esos que sabes que tendrás que enfrentar tarde o temprano, esos que son dolorosamente tentadores. Venía de otros tiempos, de la infancia feliz que nunca viví, bastaba con ver su sonrisa para saberlo;  en ella describía en  un solo instante juegos en el jardín con sus amigos, cumpleaños llenos de magia y colores y hasta la tranquila llegada de la pubertad, liviana, resignada.
Como podrán predecir no tardé en acercarme, ese día en el parque hice todo lo posible para que no me olvidara, obviamente  a ella le extraño en primera instancia que un tipo al que solo le había pedido que se moviera para poder continuar una partida de beisbol con sus amigas insistiera tanto en entablar una charla con ella; a mí no me importó cuan raro pudiese parecer, sabía que esta era la oportunidad, esa que pocas veces creí que existiría.
Caminé por el mismo tramo del parque los días siguientes, tardé en encontrarla de nuevo, cuando mis esperanzas estaban a punto de desaparecer la vi de nuevo, lo había logrado, esa segunda vez ella me había reconocido como el tipo insistente de tardes atrás, así que no fue difícil establecer un acercamiento y como todo lo que tiene sentido en esta vida: pasó, pasó lo que tenía que pasar, lo que era inevitable, lo que mi madre llamaría “un hecho escrito en el libro de la vida”.
Los seres humanos somos simples, realizamos ciclos y eso fue lo que ella y yo hicimos, como en  ocasiones pasadas conocimos a alguien que llenara de  complicada alegría nuestros días, cumplimos con el ritual establecido: salir, charlar un par de veces de cosas disimuladamente intimas; contarnos secretos, no los mayores,  solo esos que le hacen pensar al otro que nos hemos entregado completamente; dejar salir un poco ese bebé al que le gusta ser consentido, es un absurdo pero es lo que más le gusta a las parejas; hacer el amor como si fuera la primera vez, vivir todas las incomodidades de conocer un cuerpo nuevo, con diferentes formas a las que estamos acostumbrados y finalmente crear la esperanza de un para siempre, desear con todas tus fuerzas que eso no acabe aunque sin darnos cuenta estemos haciendo todo lo posible para que eso suceda.
Recuerdo una tarde en la que estábamos tirados en la alfombra de su departamento, nos gustaba hacer el amor en la sala, de las habitaciones en su casa esa era la que mayor iluminación tenía; había un enorme ventanal que daba a la calle y la luz del sol otorgaba un toque especial a las formas de nuestros cuerpos desnudos. Ella había establecido tácitamente la regla de mirarnos a los ojos después de hacer el amor,  al principio me había resistido, siempre me ha hecho sentir incomodo una mirada fija en  mi persona, pero con el tiempo lo encontré entretenido y lo concebí como una forma romántica para  memorizar su rostro; esa tarde había llegado sin querer a una conjetura: en sus enormes ojos cabía perfectamente nuestro pequeño y singular paraíso. Nunca en el lapso de tiempo que había compartido mi absurda existencia con ella me había dado cuenta de tal cosa; sabía que ella le había otorgado esa chispa a mi vida que se había apagado el día que murió mi padre, sabía también que desde el primer momento en que la vi una extraña certeza de que ella existía para mí me invadió; hasta había decidido bautizar a su vientre como refugio de mis penas; pero nunca había entendido que en sus ojos se encontraba nuestro equilibrio; una fuerza inimaginable e incontrolable me invadió y por más que haya secretamente intentado resistirme , las lagrimas brotaron de mis ojos y entonces supe que esa tácita regla había logrado su cometido.
Nos casamos en un tiempo relativamente corto, al cabo de un año de conocernos; digo relativamente porque en realidad nos pareció el momento exacto, suficiente para conocernos lo poco que podríamos hacerlo jamás y no demasiado como para caer en la monotonía y la extinción del enamoramiento. Nos funcionó la treta y los siete meses que siguieron vivimos un idilio, hasta que se le ocurrió la terrible idea de ser madre; no lo digo con el hastío de cualquier hombre o con los celos infantiles que solemos tener; fue horrible porque cuando algo que se supone debe ser espontaneo se convierte en forzado, la magia del suceso se transforma en una pesada carga que arrastras hasta en sueños. Durante dos meses tuvimos sexo mecánicamente, con las ganas llenas de compromiso y responsabilidad y tal vez esa era la razón para que ella no quedara embarazada, mucho tiempo después pensé que lo que ocurrió fue que no hicimos el amor ni una sola vez, y como traer al mundo al fruto de nuestro amor si al crearlo no había una pizca de el.
Dos meses más tarde comenzamos a pelear, a culparnos secretamente por la infertilidad en nuestra relación y sobra decir que yo no me refería precisamente a tener un hijo.  Una cosa lleva a otra y las mujeres nunca pueden guardar sus problemas para sí mismas o para su pareja; la amiga de una amiga le recomendó hacerse un tratamiento, de esos carísimos y a mi parecer inútiles; pero estaba arto de cargar con el bulto de la insatisfacción en nuestra relación así que acepté.
Yo en realidad es que nunca pensé en tener hijos, sabía que era malo para muchas cosas porque las había vivido y fracasado en el intento, aunque nunca hubiese tenido un hijo sabía que fracasaría en eso también, era muy egoísta; y en este caso, no sabía cómo manejar la ira de compartir el aire que ella me daba, compartir su cuerpo, sus noches y sus miradas. Esta mal pero aun cuando la extraño, me enojo con aquel que nunca fue creado, le culpo por habérmela quitado.
El dichoso tratamiento iniciaba como todos, con estudios hasta de la uña del dedo mas chiquito del pie. Cuando el doctor tuvo los resultados nos citó en su consultorio, recuerdo que esa mañana tuvimos una pelea porque yo había tenido que salir temprano del trabajo, era mi primer empleo y me sentía comprometido a hacerlo bien  para que mi suerte siguiera en trabajos futuros; pedir permiso para eso no era precisamente mi idea de ausencia justificada; la pelea de esa mañana fue porque ambos sabíamos que todo eso solo le importaba a ella.
Con el enojo como sabor de boca nos encontramos con el doctor, no es fácil intuir malas noticias en los rostros de los médicos, siempre tienen ese gesto de seriedad inamovible, así que a primera vista no tuve idea de la noticia que estaba  punto de cambiar nuestras vidas: no solo no íbamos a ser padres, al cambiar nuestras metas también había cambiado nuestro destino sin darse cuenta. El cáncer en su matriz se había extendido y una paradoja vivencial se presentaba sin previo aviso,  intenté acariciar su mano pero al sentir su piel y no encontrar en ella el calor reconfortante de siempre preferí alejarme; sus ojos perdieron expresión alguna, habían creado una barrera instantáneamente, no pude entrar en ella a través de su mirada.
Nunca he entendido por qué esa fuerza superior juega con nosotros, o tal vez es que le debemos algo, pero ¿cómo tener conciencia de la cuenta que estamos a punto de pagar? Ese día yo volví a mi infancia gris, pero esta vez no tenía un regazo femenino en que pudiera desahogar mis penas, ese día supe que todo había terminado; por su parte, ella, ese día murió a través de sus entrañas; lo había conseguido, sin dudarlo era un nacimiento, aunque en este caso, era el nacimiento de eso, su muerte.

Orquídea.